No dar qué hablar…

Mucho se habla de la inteligencia emocional y de cómo es una persona que cuenta con competencias emocionales. Sí, estamos de acuerdo en que es importante, muy importante, conocer y gestionar las emociones (propias y ajenas). También es muy importante expresar las emociones.

Formamos parte de una sociedad en la que está «feo» gritar, gesticular en exceso o expresar en voz alta opiniones nada convencionales.  Se valora más o no se valoran negativamente los silencios (cómplices, desentendidos, maliciosos y demás índole) , las sonrisas trampa y vigilantes, miradas deseosas  de debilidad ajena, expresiones de superioridad y demás herramientas formalmente correctas y profundamente dañinas.

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Mi objetivo no es el de defender los gritos ni demás gestos espontáneos que si bien requieren de mejora y suavidad no son más que fuentes de desahogo pertenecientes a una inteligencia emocional «casera» o natural  caracterizada no sólo por conocer y gestionar las emociones sino también por la aceptación de la propia naturaleza de cada ser humano, por la comprensión y compasión no sólo hacia el otro sino también hacia el que se expresa.

Vamos, que cada persona somos de una forma; más expresivos, menos expresivos, más directos, menos directos, mejor y peor hablados,  de nuestro padre y de nuestra madre…

No debemos olvidar que cada uno de nosotros somos el resultado perfecto y variable de la suma de varios factores como la experiencia, la genética, las creencias, etc. Y eso se traduce en diferentes formas de expresión susceptible de mejora y aprendizaje.

Que un niño pegue está muy mal visto y desde luego, no es lo deseado. No ocurre lo mismo con el niño que, en silencio y con premeditación aísla a otro del grupo o le menosprecia o le ignora. Eso es mucho menos visual y formalmente menos incorrecto pero tremendamente dañino para quien lo recibe y el entorno en general.

No llama la atención y quizás por ello no se reprende. Incluso se enmascara con etiquetas como la de «líder».

Lo mismo ocurre en el mundo adulto.

Hablamos entonces de una inteligencia emocional «enlatada» caracterizada por la eliminación, sustitución o modificación de connotaciones de la personalidad de cada uno de nosotros: haciendo de nuestro ser, sentir y expresar una receta artificial que mira más hacia el envase que hacia el contenido. Así, nos podemos convertir en un referente social que no da «qué hablar». Aquí rezumamos «educación» y diplomacia y no hay gritos de desahogo.

Bueno, igual sí que hay gritos, pero estos son de ahogo.

Me gusta trabajar mis competencia emocionales y también quiero que  se acepte la parte menos «fácil» de mí porque en ella también está mi esencia y porque me ocupo muy mucho de que en esa parte no haya maldad sino naturalidad.