¿Cómo lo hacía?. Todos los días no se podía fingir así que, algo de verdad habría en esa apariencia. Daba igual lunes que viernes; siempre parecía satisfecha con su vida.
Esa chica no paraba y sus cuatro hijos la volvían loca. La tarde anterior la vio con su marido; parecía que discutían mientras el pequeño saltaba como un loco encima del banco del parque. Daba la sensación de que su día a día era una maratón lleno de sinsabores pero ella, sonreía.
Y yo, con esta cara de rancia todos los días…
Qué envidia! ¿Cómo lo hará?
¿Como podía ser que ante vidas similares una tuviese la sonrisa en la boca y la otra pareciese que se hubiera comido un limón?
Se cruzaron en la fila del supermercado y se miraron.
Curiosamente, ambas sonrieron cuando se encontraron en el espejo.
Hizo una experimento precioso. Mezclaba diferente sustancias y aparecían diferentes colores. Los niños estaban perplejos y entusiasmados. Cada sustancia era una emoción, cada mezcla un sentimiento y cada explosión un estado de ánimo. Y, por fin, salió el amor.
Con dulzura les contó que el amor era como ese «mejunje» que habían hecho: un precioso compuesto de alegría, tristeza, miedo, asco, sorpresa e ira. Si faltase alguno, ya no sería amor.
Será por las hormonas o quizás por la concentración de emociones pero cada año me pesa más la Navidad.
Agradezco los mensajes (más o menos personales) y las felicitaciones propias de la época y, como no, deseo lo mejor para todo el mundo.
Entonces ¿Por qué me pesa tanto la Navidad?. Seguramente porque lo veo todo demasiado forzado, denso y aturullado. Parece que hay que condensar en unos días (más o menos, según caiga el calendario) múltiples sentimientos, sensaciones, deseos, propósitos, encuentros y desencuentros. Cuesta digerir todo esto.
Acaban los días festivos y siento cierto alivio e incluso más ganas de celebración. Tengo la sensación de que vuelven los días «de verdad». La vida real y los retos más genuinos están en los lunes, martes, miércoles, jueves y viernes. Estos cinco días son los que hay que «trabajar» desde los mejores sentimientos y sensaciones para ser felices de verdad.
Reducir el 2017 a fines de semana, festivos y vacaciones parece el propósito real de la rutina y de muchas de nuestras acciones y conductas. Parece que nos sobrase vida.
Propongo un brindis: brindo por el 9 de enero con su lunes, su cuesta, sus kilos, su resaca, su sueño y demás complementos y también brindo porque haya muchos más cargados de buenas intenciones, agradecimientos y disfrute de los pequeños momentos de la vida.
Brindo por quienes ven cada día como una pequeña revolución de la rutina y van contracorriente: que se «mojan» aunque su tejado esté sequito y por quienes se alejan de la mediocridad buscando algo mejor para todos.
¡Que viva la cuesta de enero! para quien la tenga o la sienta. Las cuestas están para subir. Una vida «llana» no es una vida. Que se lo digan al electrocardiograma.
Si quiero VIVIR, no tengo alternativa. En dos meses llegarás a este mundo y te independizarás. Ya no necesitarás de mi cuerpo para comer, respirar o moverte y comenzará la cuenta atrás para que construyas tu ser y te matricules en este mundo tan precioso como complejo. Y yo querré estar para cuidarte, acompañarte, apoyarte, aprender y disfrutar de ti.
Si quiero contribuir a tu felicidad sé que he de sacar «pico y pala» y trabajar en la mía propia.
No hay atajos, eso pasa por ser más valiente y salir de la tan nombrada zona de confort. Llevo años en ello y, aunque el «coste» aprieta, merece la pena y mucho.
Ser valiente implica tomar conciencia sobre mí misma, mis fortalezas y debilidades, mis valores y creencias y tomar decisiones. Sí, decisiones más o menos profundas que pueden implicar complicarme la vida (porque no hay otro camino) pero que sé que me darán paz conmigo misma.
Decir que no si no quiero y decir que sí si quiero; adaptarme y perdonarme si he dicho que sí y no quería ( y, mejor que no se vuelva a repetir!), decir de forma asertiva lo que pienso y lo que quiero, elegir mis afectos y desafectos, ir y venir y volver a ir y volver a venir si así lo siento, equivocarme y aprender mil veces y, sobre todo, no dejar de creer en el ser humano y en lo transitorio de todo cuanto parece ser.
En muchas ocasiones tengo ganas de decir que sí, que soy valiente…una valiente idiota por no dejarme llevar un poco más por la corriente ( total, mucha gente lo hace) y mimetizarme con el entorno y sus rutinas.
Pero esta valiente idiota no es feliz así y, como quiere ser una persona, madre, amiga, hija, hermana y demás «de…» feliz, lo hace de otra forma; de la que sabe y aprende ( ¿ La de los idiotas?, puede ser).
Qué bonito será ser mejor persona y que tanto tu hermano como tú estáis orgullos de la idiota de vuestra madre.
Todos estamos al final de la cola en algún momento; eso puede beneficiarnos o no, pero el caso es que nadie parece querer estar. Todos desean posicionarse lo más cerca posible del objetivo, de la entrada a algún lugar. Es humano y también superable.
No parecemos entender que para superarnos hemos de pasar por estados, adversidades, situaciones y finales de cola que,a priori,no deseamos e incluso rechazamos o evitamos.
No nos engañemos, nadie se supera si no pasa por ahí.
Podrás saltarte la fila y colarte con la excusa de que tienes prisa, estabas primero o quién sabe qué y pensarás que lo has conseguido porque has pasado a los demás y has llegado al principio de la fila. Te sentirás satisfecho con tus habilidades de «colador» y te convencerás a ti mismo de que así va a ser siempre ; que lo mereces y la vida te lo debe por ser tú. Argumentarás que seguro que a la gente no le importa que te cueles constantemente, que qué les importa estar un minuto más o menos esperando, que tú, que tú y que tú…
Y es posible, o no, que esa estrategia te funcione durante un tiempo y que incluso la compartas con tus hijos, familia, amigos y conocidos en general.
Lo que es seguro es que no te va a resultar toda la vida. Llegará el momento ( cuánto antes para ti, mejor) en el que al llegar al inicio de la cola y estés a punto de entrar hacia dónde quieres, alguien te haga lo mismo, o muchos te hagan lo mismo, o todos te hagan los mismo. También puede ser que quien espere en la puerta de entrada no te deje pasar porque lleva tiempo observándote y no le convence tu obrar.
Y si te deja pasar, quizás no te lleve hacia dónde tú quieres. Oh sorpresa!.
Pueden ser tantas cosas… lo seguro es que sucederán antes o después.
Y cuando ese momento llegue, reaccionarás de alguna manera; te «picarás», lo asumirás, te rebelarás, aprenderás…De esa reacción depende tu nueva posición en la cola.
Aplicable a colas/filas variadas ( supermercados, colegios, etc.) , ascensos profesionales, desarrollo personal, juegos y demás recetas de la vida.
La vida, ¿ Es una pescadilla que se muerde la cola?.
Agosto se va y con él otra forma de vida. Septiembre asoma y lo hace con pinceladas de melancolía, pereza y tristeza. Buenos ingredientes para una canción. Me gusta septiembre, es mucho mejor de lo que parece; quizás agosto esté sobrevalorado.
Para que septiembre sea mejor, quizás deberíamos hacer mejor los deberes y no huir yéndonos de vacaciones a la espera de que desaparezca todo lo que no nos gusta de nuestra vida. No nos engañemos, cuando volvamos estará allí, a la espera de que tomemos las riendas de una vida que únicamente es propia si se hace propia. Sino, la dejamos en un existir (muy respetable y menos personalizado).
Por otro lado, imposible huir de nosotros mismos.
Las vacaciones son días de otras cosas diferentes pero para nada opuestas a lo que venimos haciendo el resto del año ( o no deberían ser). Si es así, el sistema de emergencia ha de saltar por algún lado.
Se puede decir que más que enero, septiembre engendra el nuevo año.
Cuéntame un cuento, Pew.
-¿Qué clase de cuento, pequeña?.
– Uno con final feliz.
– En el mundo, eso no existe.
– ¿Uno con fina feliz?.
– No, un final
La niña del Faro. Janette Winterson.
Bien pensado, cada día y cada momento engendra algo nuevo. Porque como bien dice Pew, no hay final; todo es un comienzo de algo. Cada segundo y cada septiembre es una nueva oportunidad para ser mejores y más felices, para equivocarnos y aprender, para querer saber, querer y dejarnos querer. Todo un mundo a nuestros pies para dar el primer paso hacia dónde queramos.
Si no, no lo es. Son muchas veces las que utilizamos la palabra «problema» para poner nombre a una cuestión, situación o dilema que tenemos o pensamos que tenemos. Claro, la vida está llena de problemas a resolver.
La razón de ser de un problema es la solución; ha de tenerla. La solución o soluciones pueden ser muchas o pocas, más o menos evidentes, más o menos cómodas o apetecibles, más o menos complejas, grandes o pequeñas, etc.
La cuestión es que el problema ha de tener alguna solución. No solemos decir; «Tengo un problema porque algún día me moriré». Más que un problema, la muerte es un momento inevitable.
Hilemos más fino. Si un problema ha de tener alguna solución, para que sea tuyo has de ser tú quien tenga la solución. Si no es así, no lo cojas; no es tuyo. No cargues con algo que no te pertenece porque no te hará bien ni a ti ni a tu entorno.
En muchas ocasiones no somos conscientes de que llevamos a nuestras espaldas problemas de otros y pensamos que podemos resolverlos o eliminarlos. Otras veces nos damos cuenta de ello y nuestro objetivo es ayudar; no funciona. Realmente no sabes cómo funciona ese problema, cuáles son sus entrañas y sus necesidades porque no es tuyo y, por tanto, no tienes la solución. Puedes tener ideas, argumentos, deseos o consejos para la persona que lo tiene pero tú no sabes ni eres quien ha de resolverlo.
Ni vemos, ni olemos, ni sentimos, ni saboreamos, ni oímos de la misma forma los problemas ni sus soluciones.
Ni cuando parece evidente, lo es.
Echarse a la espalda cuestiones de otro no es sano, ni ayuda, ni libera peso. Sólo es un parche que más que curar puede generar más herida.
Si el problema es tuyo, tú sabes cómo solucionarlo. Quizás necesites tiempo, inspiración o atención pero ten la seguridad que tú tienes la llavede ese problema y la capacidad para generar algo positivo de él; una buena oportunidad.
Así, andaremos menos cabreados, más ligeros, ágiles y libres.
Mucho se habla de la inteligencia emocional y de cómo es una persona que cuenta con competencias emocionales. Sí, estamos de acuerdo en que es importante, muy importante, conocer y gestionar las emociones (propias y ajenas). También es muy importante expresar las emociones.
Formamos parte de una sociedad en la que está «feo» gritar, gesticular en exceso o expresar en voz alta opiniones nada convencionales. Se valora más o no se valoran negativamente los silencios (cómplices, desentendidos, maliciosos y demás índole) , las sonrisas trampa y vigilantes, miradas deseosas de debilidad ajena, expresiones de superioridad y demás herramientas formalmente correctas y profundamente dañinas.
Mi objetivo no es el de defender los gritos ni demás gestos espontáneos que si bien requieren de mejora y suavidad no son más que fuentes de desahogo pertenecientes a una inteligencia emocional «casera» o natural caracterizada no sólo por conocer y gestionar las emociones sino también por la aceptación de la propia naturaleza de cada ser humano, por la comprensión y compasión no sólo hacia el otro sino también hacia el que se expresa.
Vamos, que cada persona somos de una forma; más expresivos, menos expresivos, más directos, menos directos, mejor y peor hablados, de nuestro padre y de nuestra madre…
No debemos olvidar que cada uno de nosotros somos el resultado perfecto y variable de la suma de varios factores como la experiencia, la genética, las creencias, etc. Y eso se traduce en diferentes formas de expresión susceptible de mejora y aprendizaje.
Que un niño pegue está muy mal visto y desde luego, no es lo deseado. No ocurre lo mismo con el niño que, en silencio y con premeditación aísla a otro del grupo o le menosprecia o le ignora. Eso es mucho menos visual y formalmente menos incorrecto pero tremendamente dañino para quien lo recibe y el entorno en general.
No llama la atención y quizás por ello no se reprende. Incluso se enmascara con etiquetas como la de «líder».
Lo mismo ocurre en el mundo adulto.
Hablamos entonces de una inteligencia emocional «enlatada» caracterizada por la eliminación, sustitución o modificación de connotaciones de la personalidad de cada uno de nosotros: haciendo de nuestro ser, sentir y expresar una receta artificial que mira más hacia el envase que hacia el contenido. Así, nos podemos convertir en un referente social que no da «qué hablar». Aquí rezumamos «educación» y diplomacia y no hay gritos de desahogo.
Bueno, igual sí que hay gritos, pero estos son de ahogo.
Me gusta trabajar mis competencia emocionales y también quiero que se acepte la parte menos «fácil» de mí porque en ella también está mi esencia y porque me ocupo muy mucho de que en esa parte no haya maldad sino naturalidad.
Aún no está demostrado científicamente y no es seguro que algún día lo esté. Morir de tontería es una muerte en vida: lenta pero segura. Tanto miedo a la muerte para luego hacer «tendencia de ella».
Ya sabemos que las tonterías son propias de tontos y que nadie nos tenemos seriamente por ello.
Y la Real Academia de la Lengua dice, entre otras cosas, que tonto es un adjetivo aplicable a personas sin o con escaso entendimiento o razón. Está claro que no somos tontos porque todos entendemos de todo y la razón nunca nos falta. Por ese lado, estamos libres de pecado…
La RAE también dice que, coloquialmente, se define tonto como aquello que carece de motivo o sentido. Pues nada, libres otras vez: tenemos muy claros los motivos que nos llevan a la acción u omisión y, por supuesto, el sentido de nuestra vida.
Vivimos en un mundo que premia la forma más que el fondo (cuando nos interesa), la imagen externa frente al interior, lo que parece a lo que es, lo que se piensa a lo que se siente, lo que se dice a lo que se calla, lo que se tiene a lo que se es, el rumor al dolor, el dinero frente a los valores, la hipoteca frente a la libertad, el «hay que» frente al «quiero hacer»…
Creemos que amamos más y mejor cuanto más podemos comprar y no dudamos en «vender nuestro alma al diablo» para creernos lo que no acabamos de ver ni sentir. De cara a la galería parece bonito e incluso idílico.
Y alguna pista nos tiene que dar el hecho de que las depresiones, la soledad, la insatisfacción, los conflictos, las penas, los malos entendidos e incluso los suicidios toman protagonismo en nuestra vida colectiva. Con la mejor apariencia y el peor sentir. Cada vez tenemos más cosas materiales y ,sin embargo, cada vez estamos más insatisfechos.
Estamos muriendo de tontería: de no permitirnos ser y pertenecer. Nos nos dejamos ser y no nos dejamos querer. No dejamos ser ni queremos a los demás por lo que son (porque no nos conocemos).
Pero, para muchos, la tontería tiene los días contados; han encontrado la forma de disfrutar de lo material, ser feliz y crecer. Se trata de ser seres imperfectos que progresan adecuadamente.
Me he apuntado a este máster porque no quiero morir de tontería sino de alegría. Espero que en mi final de curso haya graduación por todo lo alto.
Dejémonos de tonterías que la vida se merece morir mejor.
Sentirnos libres y queridos hará que seamos mejores personas.
En casa, en el trabajo, en la pareja, con los amigos, con el ayuntamiento, con el panadero…
Siempre tenemos algo que pedir o reprochar.
Hay personas que creen que la gente no hace las cosas bien, no se comporta como debería, no es diligente ni eficaz, no tiene respecto, no piensa en los demás, no…
Bien es cierto que hay mucho por mejorar (empezando por una misma) y no por ello hemos de olvidar que la gente somos todos. La gente para mí te puede incluir a ti y viceversa, por lo que no estaría mal hacer una autocrítica constructiva.
La gente es la os…Sí, debemos de ser eso para que todos estemos de acuerdo.
Y ahora ,¿qué?.
Podemos ir buscando a la gente y reprocharle su conducta, podemos denunciarla o proclamar sus miserias a los cuatro vientos.
En la búsqueda, tocarás tu timbre ( y el mío). Porque tú y yo somos gente.
Porque tú y yo tenemos derecho a vivir la vida como queramos (sin hacer daño intencionado al otro), equivocarnos y levantarnos, errar y asumir las consecuencias y además, concienciarnos de que al principio y al fin sólo quedan las personas.